PREFACIO
El pasado indígena de Córdoba tiene algo paradójico: por entonces, ciudad y provincia
no existían; tampoco, la República Argentina. Estas no son, estrictamente, el resultado
de la evolución de aquel pasado prehispánico que, sin embargo, late misteriosamente
en el imaginario de la sociedad moderna o contemporánea, desde el mito del Bamba
indio hasta la fascinación filosófica del cóndor eternizado en Cerro Colorado.
Tal vez, los hombres de aquel pasado no se reconocerían en nuestro presente; pero
nosotros tendemos a reconocerlos cada vez más como precedentes en nuestra
historia. Tal vez, el último futuro que aquellos aborígenes construyeron para sí fueron
las rebeliones calchaquíes y la beligerancia ranquel, ambos fenómenos de
congregación multiétnica, donde se refugiaban y fundían hombres de todos los
pueblos originarios (incluyendo en no pequeña medida a comechingones exiliados de
sus serranías).
Ese futuro autónomo de los aborígenes fue, ya entonces, pos hispánico: rebeldes y
belicosos, tanto calchaquíes como ranqueles, protagonizaron procesos de federación
étnica intensos, acendrando cierta identidad cultural común y refractaria de la europea,
con un sentido histórico preciso: asegurar la independencia de los pueblos originarios
mediante la asimilación y dominio de ciertos elementos tecnológicos del conquistador.
En primer término: la ciencia ecuestre, que transformó toda la civilización pedestre de
nómades y sedentarios. En segundo término: el hierro con sus aplicaciones en
herramientas y armas, que los arrancó de la era lítica. En tercer término: los nuevos
elementos agropecuarios, especialmente, el ganado.
La sociedad indígena poshispánica presenta facetas apasionantes para el estudio
etnohistórico: predomina una involución material hacia las formas de nómades
cazadores —ya no puras por supuesto— con un espíritu excelsamente libertario ante
el sometimiento en que desaparecían las comunidades sedentarias dominables por el
conquistador. Al mismo tiempo de esa involución, procedían a la incorporación de las
más evolucionadas tecnologías de la época. Finalmente, aparece la conciencia política
expresada en el conato de restauración incaica o la «diplomacia pampa» que
experimentaron, respectivamente, el gobernador Mercado y Villacorta con los
calchaquíes del siglo XVII, y el comisionado coronel Lucio V. Mansilla con los
ranqueles del siglo XIX. Estos temas, en el presente ensayo, quedan en deuda: nos
hemos limitado al reconocimiento del pasado indígena hasta el contacto con los
europeos, es decir, las sociedades propiamente prehispánicas.
También, queda en deuda el estudio de otra faceta del mundo indígena posterior a la
conquista: el destino de los pueblos sedentarios bajo el sistema colonial. Las Comunas
de Indios, con posesión social de la tierra, que perduraron en Córdoba hasta finales
del siglo XIX; la tradición jurídica establecida con las Leyes de Indias, las Ordenanzas
del oidor Alfaro y las defensorías de Naturales; el sincretismo cultural en lo lingüístico,
religioso y tradicional; la incorporación en la nueva civilización productiva aliados con
los jesuitas. La educación jesuítica de los jefes nativos los introdujo en el universo
alfabético; muchos de ellos usaron la escritura para luchar por sus derechos
comunales, especialmente, la posesión ancestral de la tierra, como aparece en litis
judiciales presentadas en forma unificada por los caciques Saldhan Charaba, Siton
Charaba y Ministalalo Charaba (de los actuales municipios de Saldán, Río Ceballos y
Salsipuedes, respectivamente).
La escritura alfabética deslinda, para algunos, la historia de la prehistoria. De este
modo el hombre leído despoja de historia al no leído… Postulado un poco arrogante
que llevó a un sabio del siglo XIX a afirmar —por contraste— que aún no ha terminado
la prehistoria humana. Para englobar nuestro pasado indígena, preferiremos los
términos paleohistoria y etnohistoria, y realizaremos esfuerzos por concebirlos dentro
de la Historia de la Humanidad, una ciencia o actividad intelectual que algunos llaman
humanología.
Consecuentes con una mirada de tal índole, no existirá el prejuicio ideológico de
«barbarie». Concepto emanado del apogeo esclavista greco-romano y funcional,
desde entonces, a los fines de clasificar a los seres humanos entre dominantes y
dominados, en aras de la explotación económica de unos por otros. Forma de ver y
relacionarse que hasta el presente no ha evitado, sino más bien promovido,
catástrofes humanas, como guerras y genocidios. La Revolución Norteamericana y
luego la Francesa hicieron renacer la ponderación de los derechos universales del
hombre, que a su vez resurgen en las postrimerías del siglo XX. Esa conciencia
ecuménica conduce a reconsiderar la historia del hombre y, desde una inteligencia
múltiple, reordenar el proceso emotivo-cognitivo: en nuestro pasado indígena no
existieron bárbaros, sino ancestros, entre otras reconsideraciones aún más profundas.
El legado ancestral ofrece un sistema de valores éticos y tecnológicos, tanto para la
relación comunitaria entre los hombres como en el equilibrio entre sociedad y
naturaleza. No se trata de imitar ni de retroceder, sino de reinterpretar culturalmente
en función de las actuales problemáticas de una civilización planetaria con signos
críticos.
Para dimensionar aquella relación primigenia entre sociedad humana y naturaleza, se
ha desarrollado con cierto detalle el espacio físico donde prosperó el pasado indígena
de Córdoba, señalando a trazo grueso la reciprocidad entre hombre y geografía como
factores del paisaje histórico-cultural. Respecto a los horizontes culturales
precerámicos, para nombrarlos mantenemos una denominación (Ayampitin, Ongamira)
vinculada a topónimos aborígenes locales. La ciencia arqueológica tiende a
superarlos, atenta a su propia lógica. Por intuición pedagógica, asumimos un carril
paralelo con la convicción de que no se contradice en esencia con el académico. Otra
acotación muy importante tiene que ver con los fechados: en su mayoría refieren a
períodos de tiempo histórico, con sentido indicativo o comparativo, sin necesidad de
una estricta exactitud de tipo arqueológica. Por lo tanto, hemos abundado con fechas
genéricas o redondeadas, detalladas como «años AP», es decir: antes del presente.
Tomamos como presente, simplemente, el tiempo de utilidad de la presente edición;
de tal modo, simplificamos los distintos tipos de datación que aparecen en las
investigaciones científicas consultadas.
Al referirnos a la antigüedad del hombre en nuestro suelo, hemos tomado el camino de
despojarlo de la vestidura de americano, como en su momento se explicará. Nos ha
impulsado una especie de justicia nominalista. No obstante, se debe reconocer que
nuestros gloriosos Libertadores se reconocían como americanos, e identificaron el
término con las revoluciones emancipadoras que sacudieron el siglo XIX. La guerra
antiesclavista en EEUU de Norteamérica acentuó esa identidad libertaria y
democrática, a la que sumó cierto progresismo o practicidad productiva; y así fue
percibido lo americano en las poblaciones del Viejo Mundo… hasta el fin de la
Segunda Guerra Mundial. La reforma Universitaria de 1918, iniciada en Córdoba y
extendida a todo el continente, enarboló lo americano como el futuro de la humanidad,
ante la decadencia belicista de Europa en aquellos años. Tal vez, sea ese el
temperamento americano que los jóvenes de todo el mundo perciben a través de Evita
y el Che. Como sea, lo americano parece mejor afincado en la modernidad y el futuro
que en nuestro lejano pasado.